Tres días después, estaba parado fuera del aeropuerto de Francia, esperando un taxi que lo llevara a su hotel.
Por suerte manejaba el idioma lo suficiente como para dar
indicaciones sin perderse.
Llegó, dejó sus cosas, y sin siquiera recorrer su habitación ni la ciudad, se encaminó al hotel de Paula.
Decidió no hacer caso a como le temblaban las piernas mientras entraba y subía las escaleras que lo conducían al pasillo lleno de habitaciones. Fue buscando el número y se frenó al ver el gran 32 en dorado.
Tomando aire con fuerza, tocó la puerta. No lo había pensado para nada bien. ¿Qué le diría?
Si no quería verlo estando en Argentina, si no quería ni siquiera atenderle el teléfono… ¿Qué lo hacía pensar que iba a querer verlo ahora?
De repente necesitaba cada vez más seguido tomar aire, porque se le acababa en los pulmones.
Nadie atendió.
Se apoyó contra la pared que estaba en frente de su puerta, y muy de a poco se fue deslizando hasta quedar sentado. No pensaba moverse de ahí.
Bueno, no podía tampoco.
La esperaría.
Si volvía ahora a su hotel, enloquecería… y después volver a reunir el valor para regresar… Demasiado. Era demasiado.
La esperó.
Por horas.
¿Y si estaba con alguien? ¿Y si regresaba a su habitación
acompañada? Cerró los ojos con fuerza ignorando las nauseas que sentía.
Si ese era el caso, necesitaría verlo con sus propios ojos. Ya estaba allí.
Justo entonces, escuchó unos tacones subir por la escalera y su corazón se paralizó. Había escuchado ese sonido demasiadas veces como para no reconocerlo.
Pero fue cuando la vio aparecer en el final del pasillo que todo el mundo dejó de existir.
Ahí estaba ella.
Paula.
****
Hacía ya un tiempo que estaba en Francia, y todavía no se
acostumbraba a los horarios.
Sus días con Solange, su hermana, habían sido alocados.
La chica podía ser muchas cosas, pero algo no podía discutírsele. Sabía siempre donde eran las mejores fiestas.
Y la había pasado genial.
Se había olvidado por primera vez de sus responsabilidades, y de todo lo que había dejado atrás en Buenos Aires, para perder por absoluto el control.
Había conocido gente interesante de todas partes del mundo, que estaba de vacaciones y con la misma intención que ellas tenían. Divertirse.
Su vínculo con Solange había crecido, y de a poco habían vuelto a ser lo que alguna vez fueron cuando eran más pequeñas. No se dejaron club, ni boliche sin recorrer. Había probado todo tipo de tragos, y había disfrutado como loca de la comida francesa.
Solange estaba estudiando para ser chef, y también tenía contacto con los mejores lugares para comer.
Pero así como le había venido bien tanta locura, ahora le urgía un poco de paz.
Viajó a Paris justamente para eso.
Quería olvidarse de todo, y también aprovechar para conocer una de las ciudades más hermosas del mundo. Pero no había pensado que además era la más romántica.
Con cada paso que daba en esas calles, más extrañaba en Pedro. Más pensaba en él, en su sonrisa… en su manera de decirle “bonita” cada vez que la veía. Sus besos… lo que sentía en el estómago y en todo el cuerpo cada vez que la besaba.
Por más que pensaba que esos días de pura fiesta con su hermana habían ayudado en algo, la verdad era muy diferente.
Cuando estaba sola con ella misma, su realidad la golpeaba.
Estaba sola.
Las noches empezaban a hacérsele eternas.
Pese a que lo había intentado, no podía estar con ningún hombre.
Tenía claro que no volvería a enamorarse… pero tampoco tenía ganas de jugar. Simplemente la idea, la ponía nerviosa.
Era como si no pudiera imaginarse con otro que no fuera él.
Se había pasado todo el día paseando, con la intención de hacer algunas compras, pero no había visto nada que le gustara.
Finalmente, se había hecho de noche, y los pies la estaban matando.
Así que decidió que lo mejor era irse a descansar.
Mañana sería un día mejor, se había dicho.
Subió las escaleras pensando en que tal vez era mejor primero darse un baño, para relajarse y poder dormirse más rápido. Porque era algo que le venía costando…
Cuando de repente, dobló por el pasillo y se encontró con alguien sentado en el piso.
Sus rodillas fallaron y estuvo a punto de desmoronarse.
Pedro.
Había sido como chocar de frente contra una pared.
Al verla se paró a toda prisa, y aunque apenas perceptible, le sonrió.
¿Qué hacía acá?
Con los dedos temblorosos buscó la llave de la puerta en su
bolsillo, pero no la sacó. Necesitaba hacer algo para no desmayarse.
Su pulso se había disparado. Estaba tan lindo, que quería llorar.
Lo había extrañado tanto que cuando apenas lo vió, pensó que se lo estaba imaginando. Que de tanto pensarlo, ahora también lo veía en todas partes.
Nervioso como ella, se acercó hasta tenerla en frente.
Sentía el cuerpo tan flojo que en cualquier momento podía
derrumbarse.
Sus ojos celestes, estaban tristes, pero a la vez, llenos de algo más.
Algo más que ni quería ni decir. Dolía demasiado.
Quería salir corriendo de allí.
Los días seguían pasando, y su ansiedad iba en aumento.
Ya era ridículo. Se había borrado del mapa.
Había desconectado los teléfonos, y según lo que decían en la empresa, nadie sabía nada de ella. Se estaba desesperando.
Por momentos, temía que nunca más volviera.
Con el corazón roto en pedazos, ese día, ya superado por la
situación, había ido a su casa.
Sabía que no correspondía, pero a la mierda con todo, se dijo. Ya no lo soportaba.
Abrió su puerta, y lo que se encontró, lo dejó helado. El lugar
estaba abandonado.
Todas sus pertenencias seguían en el mismo lugar que las había visto la noche de esa pelea espantosa que habían tenido. Nada se había movido.
El teléfono estaba desconectado de la pared, y la heladera en la cocina también. ¿A dónde se había ido?
A donde fuera, hacía días que no pisaba ese departamento.
Fue hasta su habitación, y aunque estaba impecable, algo se sentía terriblemente mal.
Su ropa.
Faltaba más de la mitad de su ropa.
Siguió recorriendo el lugar, y con cada paso, su corazón se hundía más y más.
Todavía estaban las cosas que él había llevado, en el mismo lugar que las había dejado.
No sabía si sentirse aliviado de que no las hubiera tirado…o
guardado, o sentirse miserable porque claramente ya no pertenecían ahí.
Se tomó un momento, para pensar en lo que tenía que hacer.
Guardó todo en el mismo bolsito que las había traído, pero no tuvo el corazón para llevárselo con él. Eso sería aceptar que todo se había terminado, y no podía.
Se fue de su casa con un nudo en la garganta.
Otro día lo iría a buscar.
Se acostó por un momento, queriendo dormirse de una vez hasta el día siguiente, pero no pudo.
Tal vez fuera el estar en su casa, respirar su perfume y recordar todo lo que ahí habían vivido, pero se encontraba terrible.
Tomó su celular y agregó a un grupo de Whatsapp a las amigas de Paula y les habló.
“Hola… sé que probablemente me odien y haciendo caso a Paula no quieran hablar conmigo, pero por favor, necesito verlas un segundo.” –Pedro.
“No vamos a hablar con vos, Pedro. Mil disculpas, te juro que me caías bien y todo… pero no.” – Caro.
“Ok, no quieren hablar conmigo. ¿Me podrán escuchar entonces?” –Pedro.
“Que te escuche Soledad” – Muriel.
Sonrió ante esa contestación y le aclaró.
“No me hablo más con ella.” – Pedro.
Silencio. Nadie escribía nada… Era evidente que estaban hablando entre ellas en privado. Esperó paciente hasta que su celular volvió a vibrar.
“Pedro, acá las chicas aceptaron verte. Esta noche en lo de Caro.” – Gabriela.
“Gracias. En serio, mil gracias.” –Pedro.
“A las 10. Trae algo rico.” – Muriel.
Volvió a sonreír.
Cerca de la hora pactada, había pasado por la heladería en la que siempre compraban con Paula, y había elegido un par de sabores de manera azarosa. Tendría que gustarles cualquier cosa que les llevara…
Se sentía un soborno…
Y lo era.
Apenas tocó el timbre, lo recibieron las tres mirándolo muy
seriamente.
El se aclaró la garganta y les alcanzó el helado. Hubiera jurado que habían suavizado al menos un poco sus expresiones.
Estaba nervioso.
No se le había pasado por la cabeza que lo estaría, pero si.
Había estado tan concentrado en que ellas accedieran a verlo, que no se le había ocurrido. Le sudaban las manos.
Gabriela, apiadándose de su estado, se acercó y le habló.
—Hola Pedro. – lo miró señalándole un sillón. —Sentate, ponete cómodo.
—Esta bien. – negó rápido. —No las quiero molestar. – se mordió los labios y como no había forma mejor de pedírselos, solo lo dijo. — Necesito saber de Paula.
Vio que Caro estaba por interrumpirlo, así que levantó un poco la mano y siguió hablando.
—No aguanto más… – miró a Gabriela que tal vez sería quien sintiera algo de empatía por su situación. —Fui un estúpido, pero la extraño…
La chica se quedo mirándolo y miró después a sus amigas para ver que hacían
—Me parece que tenés que respetar que ella ya no quiera estar con vos. – dijo Caro, muy seria.
—Pero es que no es así. – contestó desesperado. —Yo sé que no es así. Quiere estar conmigo, pero tiene miedo… – se quedaron calladas y él agregó. —Miedo a lastimarme y a lastimarse ella.
Gabriela se moría por decir algo, pero Caro negaba con la cabeza.
Tenía que seguir insistiendo.
—Pero ya estamos lastimados… ella estaba mal la última vez que hablamos… y yo estoy… – levantó apenas los hombros. —Yo estoy sufriendo muchísimo. Nos hace mal estar separados.
—Ella sufrió mucho también. – dijo Caro cortante. —Pero está tratando de reponerse, de seguir adelante, de hacer su vida y de olvidarse.
El asintió resignado, lamentando lo que escuchaba. No le gustaba saber que Paula la había pasado mal.
—Estas semanas fueron terribles, nunca la había visto así. – dijo Gabriela. El cerró los ojos y bajó la cabeza. —Y ver a tu ex la llevó al límite… – suspiró pensativa. —Un viaje es lo mejor que le podía pasar en este momento.
Levantó la cabeza de golpe y la miró curioso.
Las otras la querían matar, aunque ella no parecía darse cuenta de que había dado demasiada información.
—¿Viaje? – preguntó. La chica se tapó la boca miró a sus amigas disculpándose. —¿A dónde se fue?
Muriel estaba por hablar, pero Caro la cortó.
—No, basta. – las miró de manera severa. —Se lo prometimos. – les recordó.
Mientras discutían, él se desconectó por completo y su cabeza empezó a formar millones de hipótesis. ¿Un viaje? ¿A dónde? ¿Mendoza?
Se hubiera enterado en la empresa… todos los días tenían contacto con la planta de allá… Mierda. Podía estar en cualquier lugar del mundo en ese momento.
Pero entonces la imagen Paula la última vez que la vió, lo aturdió.
El cabello pelirrojo.
La lista de pendientes.
—Francia. – las miró esperando que le contestaran. No lo habían hecho con palabras, pero se habían quedado con los ojos como platos.Había acertado. —Se fue a Paris.
—¿Cómo mierda..? – empezó a preguntar Caro.
—Si. – contestó una cansada Muriel. —Se fue a Aviñón con su hermana Solange, pero después quiso estar sola y viajó a Paris.
—¡Muriel! – la reprendió Caro.
—Me cansé. Nunca estuve de acuerdo con todo esto. ¿Sabés qué? – le dijo. —Tomá. – anotó algo en un papelito. —Este es el nombre del hotel, habitación 32. Andá y buscala.
El, aturdido asintió y sujetó el papelito en su mano como si fuera un tesoro.
Gabriela, aplaudió contenta y sonriendo lo abrazó.
—No le vuelvas a hacer mal. – le advirtió Caro señalándolo de mala manera.
—Nunca. – contestó él. Y tras despedirse de ellas, se fue a su casa y empezó a pensar como diablos iba a viajar a Francia.
Se había pasado la noche en vela y se notaba.
Se reunió con Gabriel y le pidió unos días.
—¿Estás loco? – dijo al borde de la risa. —Estas trabajando desde hace menos de dos meses, y estamos por lanzar una campaña… – pero entonces se frenó y mirándolo con atención se rió. —Te vas a buscar a Paula.
El se quedó callado pero soltando el aire con un suspiro y una leve sonrisa, le dio a entender todo lo que tenía que saber.
—Ok, vamos a hacer esto. – dijo su jefe sentándose más cómodo y mirándolo con atención. —Te voy a dar una semana. No puedo darte más. – él sonrió agradecido. —Además la necesito urgente en la empresa… si vos no podés hacer que vuelva, no sé quien podría.
—Gabriel, muchísimas gracias… – empezó a decir, pero él lo interrumpió.
—Más te vale que la convenzas. – se rascó el mentón pensativo. — ¿Cuándo te irías?
Se mordió el labio pensando. No podía decirle que todavía no sabía como iba a hacer para pagarse el viaje.
—Mañana. – mintió.
—Ok. – asintió conforme. —Que tengas suerte. – le sonrió.
Después de agradecerle unas diez veces, salió de la empresa, y llegando a su casa, armó una valija.
Tenía ahorros… que solo le alcanzaban para el pasaje de ida, y eso era todo. Podía pedírselo a sus amigos, pero no quería comprometerse a devolverles el dinero sin saber cuando iba a ser capaz de hacerlo.
Con su sueldo, calculaba que en poco tiempo, pero de todas
maneras…
Entonces tomó una decisión difícil, pero muy necesaria.
Mirando las llaves de su auto, y con miedo de arrepentirse si lo pensaba demasiado, sacó los pasajes por internet.
Hacía semanas que no sabía nada de ella, y estaba deshecho. Sus amigos habían hablado con las amigas y le habían dicho claramente que necesitaba distanciarse.
Paula estaba haciendo su vida y pretendía olvidarse de todo.
¿Pero como podría?
Todos los días se levantaba queriendo volver a aquella noche en la que habían discutido. Quería volver a ese momento y hacer todo completamente distinto.
Se hubiera quedado con ella, la hubiera besado y abrazado por horas sin soltarla.
Hubiera ignorado el llamado de su ex, en la que ni siquiera quería pensar.
Se habían peleado a muerte.
Poco después de llegar al departamento, habían discutido y él le había sacado todo de mentira a verdad. Terminó por confesarle que había sido todo a propósito desde el primer momento.
Nunca había vuelto a tomar la medicación ni ir a terapia.
Todo lo había hecho para tenerlo al lado.
Le había mentido, y había traicionado su confianza.
El ya no quería volver a hablar con ella nunca más. Se había
preocupado sinceramente por su bienestar, y se sentía un boludo.
Ella era lo suficientemente bruja y manipuladora como para tomar la enfermedad de su padre y aprovecharla para manejarlo a su antojo.
Paula siempre había tenido razón.
Y ahora ya era demasiado tarde.
Había intentado llamarla, pero al fijo no respondía, y el celular marcaba como número ya no disponible. Estaba frustrado, y lleno de impotencia.
La extrañaba tanto, que le dolía físicamente.
Había pensado muchas veces en directamente caer a su casa y si no le abría la puerta, abrirla él con su llave, pero le parecía una invasión demasiado agresiva. Era su casa, no correspondía.
Cada cosa que hacía se la recordaba.
Estaba hecho una mierda.
Ni siquiera iba a la empresa. Se había enterado por Silvina que se había pedido una licencia.
Había sido un idiota, y ahora estaba pagando las consecuencias.
Ese día en particular, estaba más decaído que de costumbre. Su jefe trataba siempre de levantarle el ánimo con algún chiste, y el reía haciendo el mejor esfuerzo. Tenía buena intención,… y desde luego no tenía la culpa de que él hubiera sido tan estúpido y hubiera arruinado una de las mejores cosas que le habían pasado.
Se acercó a la máquina de café movido por la misma inercia que ya tenía por rutina y la vió.
Estaba parada cerca de la oficina de Gabriel, charlando con él y con Julia, su asistente.
Se había quedado congelado. Su cabello… pensó hipnotizado. Se lo había teñido pelirrojo. Estaba preciosa.
Se tuvo que obligar a respirar y parpadear cada tanto para no colapsar. El pulso se le había disparado violento.
Como la extrañaba…
Debía de estar mirándola muy intensamente, porque después de un rato, casi como si pudiera sentirlo, ella miró en su dirección. Se le secó la boca.
La angustia que sentía era tan difícil de describir…
Ella lo miró por un segundo y con una escueta sonrisa y un gesto con la mano, lo saludó.
Seguro, ya había pasado como un mes, pero ¿Cómo hacía?
El todavía no podía reaccionar.
Levantó la mano como si fuera un robot en señal de respuesta, y ella volvió a mirar a Gabriel y a su asistente como si nada sucediera.
¿Eso era todo?
¿Y todo lo que habían vivido?
¿Así terminaba?
****
Si no llegaba en cinco minutos al auto colapsaría ahí en medio de la empresa.
Había tenido la esperanza de estar poco tiempo, para no tener que verlo… de hecho, nunca hubiera ido si es que el trámite que tenía pendiente no hubiera sido de vital importancia.
Ahora le dolía el pecho y le costaba respirar.
Fingiendo su mejor sonrisa, se despidió de todos y muy dignamente se fue al estacionamiento.
Se iría a dormir.
Sacudió la cabeza.
¡No! Ya no podía seguir haciéndose eso.
Necesitaba mantenerse concentrada en otras cosas.
Necesitaba ruido en la cabeza para no pensar en él.
El shopping, pensó, y arrancó.
Una vez allí, la reconfortó el movimiento de la gente, el tumulto, las vidrieras atestadas, y la cantidad de colores y luces que de a poco la anestesiaban.
Estaba en cualquiera cuando escuchó que la llamaban.
—Paula. – y ahí venía probablemente la última persona a la que quería ver en ese momento. —Hola, tanto tiempo. – la saludó con un beso.
—Si, seguro. – dijo ella apretando los dientes. —¿Cómo estás Soledad?
—Divina. – contestó. —Te presento a Alicia, la mamá de Pedro. – señaló a la señora que iba con ella del brazo.
Los ojos celestes de la señora no le dejaron dudas. Era como estar viendo los mismos ojos de su hijo. Mierda.
Quería salir corriendo.
—Mucho gusto, soy Paula. – se presentó rápido. —Las dejo que sigan haciendo compras, me tengo que ir a una reunión. – y las saludó de manera amable y cordial, como si en ese momento no estuviera a punto de ponerse a llorar.
Esto ya era demasiado… mucho más de lo que podía manejar.