sábado, 23 de mayo de 2015
CAPITULO 128
Varias semanas pasaron, y todo comenzó a cambiar.
Estaban trabajando duro en la empresa, y eso estaba acabando con todas sus energías. Ya no tenía nauseas, por suerte, pero otros síntomas no tardaron en manifestarse.
Seguía teniendo mucho sueño, los pechos le dolían en cantidad y tenía jaquecas terribles.
Hacía dieta sana, y tomaba líquido todo el tiempo. Lo que también significaba que vivía en el baño. El bebé crecía y le apretaba la vejiga constantemente.
Y el mayor y más notorio cambio era el de su cuerpo.
Su panza estaba creciendo y era rarísimo. Pasaba horas contemplándose. Todavía podía usar su ropa, pero sabía que solo era cuestión de semanas para que tuviera que comprarse nueva.
Desde la ecografía, había cambiado totalmente su actitud.
Estaba ilusionada. Pedro no podía creerlo. Habían ido juntos a averiguar precios para decorar la habitación de su hijo.
Sabía que su suegra lo llamaba cada tanto para preguntar y ver en dónde podía meterse en sus planes, pero él trataba de mantenerla al margen. Para que no se sintiera excluida, le habían dejado comprar la sillita para el auto. Era una que se adaptaba y que se suponía serviría tanto para un recién
nacido, como para después un niño más grande. Además de eso, su esposo la visitaba con frecuencia.
Ella se había inventado ya diez excusas diferentes para no estar presente, y no sentía en lo absoluto culpable.
Tenía las hormonas alteradas, y sabía que bastaba solo con un comentario de la mujer, para que todo se descontrolara.
Quería mantener el respeto que todavía se tenían, aunque era poco… y tener que arrancarle los pelos y hacérselos tragar, era algo que podía hacer que la situación se complicara.
Las visitas con el doctor Greene, habían ido mejor que la primera. Le inspiraba más confianza, y llevaba el embarazo de una manera profesional. Era un especialista en mamás primerizas, y se notaba.
Tenía paciencia y le explicaba todo tranquilamente aunque a veces ella estaba a punto de desesperarse.
Cada vez que iban, Pedro se quedaba pegado a su lado y no la descuidaba ni un solo segundo.
Disimulaba lo mal que le caía, pero ella notaba que cuando el doctor Robert se daba vuelta, él le hacía caras. Por más que se sentía un poco mal de que su marido se sintiera tan incómodo, era algo gracioso de ver.
Robert no hablaba mucho castellano, y su esposo se aprovechaba haciéndole bromas con doble sentido que él ni se enteraba.
Era infantil. Pero se desternillaba. A estas alturas, el doctor pensaría que el ecógrafo le daba muchísimas cosquillas, porque a veces no podía ni disimular la risa.
Esa tarde, estaban volviendo de su consulta y como no tenían que volver al trabajo porque se les había hecho tarde, decidieron ir a pasear.
Hacía un poco de calor, así que los bares con mesas afuera estaban llenos de gente.
Pedro estaba algo callado cuando se sentó frente a ella en la mesa de uno que quedaba en frente del parque.
No tuvo que preguntarle que le pasaba. Solo lo miró levantando una ceja.
Ya se conocían lo suficiente.
El puso los ojos en blanco y le dijo.
—Lo que no entiendo es para qué necesita darte su celular. Tenemos todos los números de la clínica. – se cruzó de brazos totalmente molesto. —Si tenemos alguna emergencia, esta la guardia de obstetricia, no?
Lo miró seria por un instante y luego estalló en carcajadas.
—Pedro, no me dio su teléfono para que lo invite al cine. – negó con la cabeza. —Se supone que tengo que tener el teléfono de mi obstetra para una urgencia… es quien va a atender mi parto.
El resopló.
—Todavía falta para eso. – estaba celoso y no entendía razones. —¿Por qué no te lo da más adelante?
—Por Dios. – dijo cansada. —Si me quería invitar a salir, me hubiera invitado cuando todavía tenía cintura. – se miró la barriga. —Y no cuando voy camino a convertirme en una pelota.
—Estas más linda que nunca. – comentó desganado y suspiró. —De hecho, estas preciosa con panza. – ella le sonrió enternecida. —Por lo menos no lo agregues al Whatsapp ni le mandes mensajitos.
—Ok. – contestó ella entre risas. —¿De verdad todavía te sigo pareciendo tan linda?
—Te consta que si. – dijo ahora sonriendo un poco. Se acercó a su oído. —Pero si te quedan dudas, podemos ir a casa y…
—¡¡Pedro!! – una voz estridente los interrumpió. —¡¡Hola!!
Se separaron sin ganas y se quedaron mirando a la chica que estaba parada al lado de su mesa.
—Soledad. – dijo entre dientes. Su esposo se había puesto tenso.
—Hola, Soledad. – dijo por su parte.
—¿Cómo están? – sonrió como si nada. —¿Cómo va esa panza, Paula?
Ella miró desconcertada, primero a su marido y luego a la muchacha. ¿Perdón?
—Eh… bien. – ¿Cómo diablos sabía? Ahora que estaba sentada no se veía su panza. No había manera de que la hubiera visto desde donde estaba ubicada.
—Te pregunto a vos, porque este de acá no suelta ni una palabra cuando vamos a comer con Alicia. – se rió de manera natural y fresca… y aunque era bellísima, a ella le sonaba como raspar las uñas por una pizarra. —Si no hubiera sido por ella, ni me enteraba
No supo bien en que momento, pero le había soltado la mano a su esposo y ahora miraba fijo su plato. No quería comer, tenía nauseas.
—Está todo perfecto, Soledad. – dijo Pedro con mala cara. —Deja de molestar a mi mujer.
—Ohh… – se hizo la afectada. —No era mi intención, Paula. – volvió a sonreír. —El siempre fue muy cerrado… cuando estábamos juntos, pensábamos en tener un bebé. – suspiró melancólica. — ¿Te acordás de cuando encontraste ese test de embarazo en casa y no me dijiste por meses? Yo quería
darte una sorpresa, pero al final dio negativo. – se encogió de hombros.
En “casa”. En casa de Pedro. Nunca fue su casa. Mocosa idiota. Apretó los dientes con fuerza.
Recordaba lo de la prueba de embarazo. El día que fue a hablarle a su oficina la había nombrado. Por una razón u otra, nunca lo hablaron con Pedro, y ahí estaba. Se sentía enferma.
—Sos una máquina de decir mentiras, Soledad. – el aludido entornó los ojos molesto.
—¿No hablamos nunca de tener hijos? – preguntó con una sonrisa malvada.
—Nunca hicimos planes… hablamos de lo que cada uno quería de la vida. Vos nunca quisiste hijos. ¿Qué decís? – ellos discutían, pero ella los escuchaba desde lejos. ¿Por qué estaba presenciando esto? ¿Por qué tenía que soportarlo?
—Eso no es así. Con vos si quería. – se puso las manos en la cadera de manera desafiante. —¿Y el test? ¿Eso también es mentira? Recién pudimos hablarlo realmente hace unas semanas…
Se seguían viendo. Claro… en casa de su suegra. A todas esas visitas y cenas a las que ella no asistía. La Paula normal, se hubiera enojado, hubiera escupido algún comentario hiriente y hubiera castigado a su hombre por semejante cosa. Tal vez con el collar de perlas. Pero la Paula embarazada y hormonalmente inestable, estaba a punto de ponerse a llorar. Y eso la enfurecía mucho más.
Pedro no sabía que decir. Se había quedado mudo.
—Con Aly hablábamos siempre de sus futuros nietos… – agregó inocente. —Pero claro, ella es un amor. Siempre me quiso tanto. Como a vos, obvio. – dijo mirándola.
Sacando fuerzas de donde no tenía, habló.
—No, no me quiere, Soledad. – su gesto se fue congelando. —No sé que planes hayas tenido en un pasado, pero los hijos de Pedro, van a ser mis hijos, así que espero que hayas tenido un plan B con tu ex suegra. – ahora más tranquila, su cara era de póker. —¿Y el test? Tal vez te hubiera dado positivo si hubieras dejado de tomar alcohol, fumar marihuana y matarte de hambre al borde de la anorexia. — Sonrió satisfecha. Las nauseas empezaban a desaparecer. —Como sea, te agradezco la preocupación…
Pero no te molestes. Más vale ocupate de tus cosas, que ese tatuaje no se va a borrar solo.
El placer que sintió al ver la cara de la chica, fue indescriptible. Abrió y cerró la boca, totalmente aturdida.
Pasaron unos segundos hasta que pudo contestar.
—Capaz me tendrías que dar el teléfono de tu cirujano plástico para que me lo borre. – contestó levantando una ceja tratando de lastimarla.
Paula dejó escapar una carcajada.
—Si, claro. – hizo como si se secara unas lágrimas invisibles de la risa. —¡Como si pudieras pagarlo! Es el más exclusivo de Buenos Aires, querida. – a la otra se le soltó la mandíbula y casi le llegó al piso. —Y ahora disculpanos, pero tenemos que seguir comprando cosas para el bebé. – sonrió cariñosa acariciándose la panza. —Nos vemos. – se paró y empezó a caminar, seguida por un Pedro que apuraba el paso para alcanzarla. Cuando estaban ya a cierta distancia se volvió y agregó. —¡Besotes a Aly!
CAPITULO 127
—Bueno Paula, acá en la pantallita vamos a ver el bebé. – dijo el doctor. —Si tenemos suerte, podremos saber el género. Quieren saberlo, no?
—Si. – contestaron al unísono mirando ahora el pequeño tele del ecógrafo que aun estaba en negro.
—Perfecto. – movió el aparato sobre su barriga presionando levemente. —Ahí está.
La imagen se hizo perfectamente nítida y se quedó sin aliento. Ella apenas tenía esa zona un poquito más redonda, porque no podía llamarse panza todavía. Y ese bebé que estaba viendo, tan perfectamente constituido estaba ahí. Ahí dentro.
—La cabeza… – señaló. —La columna vertebral… los brazos… las piernas. – iba indicando. — ¿Ven?
Ellos asintieron incapaces de hablar.
—Está todo perfecto. – les sonrió. —Vamos a escuchar el corazón. – empezó a tocar los controles del aparato, pero ella todavía no podía dejar de mirar la pantalla.
Cuando se empezaron a sentir los latidos, Pedro que no había dicho nada hasta el momento, se acercó más a ella y le tomó la mano impresionado.
Lo miró y le sonrió. El también le estaba sonriendo.
El pequeño corazón, latía ya con mucha fuerza. Era totalmente increíble. Tan chiquitito… Y entonces se dio cuenta.
Si había alguien que pudiera sentir miedo, era alguien así de frágil. No ella. Ella sabía como cuidar de si misma. Ese bebito iba a necesitarla absolutamente para todo. No podía permitirse tanto miedo.
Tenía que estar entera para poder cuidarlo, y eso haría.
Siempre había sido una mujer independiente, segura, dominante y con el control de su vida. Pero cuando algo se salía de sus planes, como había sido conocer a Pedro, todo se complicaba. Sonrió pensando que si las consecuencias de este imprevisto iba a ser la mitad de bueno que había sido enamorarse, no tenía a qué temer.
Sin pensarlo, tomó la mano de su esposo tirando de él para acercarlo y lo besó. Ni se había imaginado que iba a emocionarse de tal manera cuando más temprano salían de casa para la consulta.
Tenía los ojos llenos de lágrimas pero sonreía. Solo por un segundo, le hubiera gustado adelantar los meses que faltaban para poder conocer a su hijo.
Miró a Pedro y este al ver su gesto, le sonrió con dulzura acariciando su mejilla. Todo su enojo anterior, olvidado.
El doctor, que se había mantenido callado hasta entonces, respetando ese momento tan íntimo de los futuros padres, comentó.
—Y ahora nos vamos a fijar si podemos verlo mejor, tengo que tomarle algunas medidas y si tenemos suerte… – tocó los controles y se acomodó en su silla. —…vamos a saber el sexo.
El doctor Greene movió varias veces el ecógrafo y sonrió.
Anotó en la planilla las medidas de la cabeza del bebé y otras cosas. Les comentó cuanto medía, pesaba, y todas esas cosas que probablemente no recordaría porque no podía concentrarse en otra cosa que no fuera la imagen del perfil de su bebito moviéndose.
—Bueno Paula, felicitaciones. – los miró sonriendo. —Es un varón.
Oh por Dios. Un niño.
Su niño.
Sollozó sin querer y se secó las mejillas con el dorso de su mano libre con algo de torpeza. Sus emociones estaban totalmente fuera de control.
Miró a Pedro y se sorprendió de verle los ojos algo
vidriosos. Estaba conmovido también. Cuando noto que lo miraba, tomó aire disimulando y le sonrió tirándole un beso.
El doctor seguía comentando cosas, pero ella no escuchaba.
Su marido asentía y se hacía el duro mientras fingía estar prestando atención. Obviamente no lloraría frente el doctor ojazos. Lo conocía. Sabía que estaba tan afectado como ella.
****
Sabía que solo unos minutos antes, estaba molesto, loco de celos, pero ahora no podía borrar la sonrisa de su rostro. Iba a tener un varón. Su hijo. El hijo de Paula. Le daba lo mismo todo lo demás.
Afuera, una vez que estuvieron en el estacionamiento de la clínica, la abrazó con amor y se quedó así, sintiéndola cerca por un buen rato. No podía expresar con palabras lo que le estaba pasando en ese momento. Esa mujer era lo más importante de su vida.
—Te amo, hermosa. – le dijo al oído. Sus ojos pinchaban con todas las lágrimas que no había dejado salir.
—Yo te amo más. – le contestó acariciando su cabello cariñosamente. —Pensé que estabas enojado. – lo miró entornando los ojos sorprendida.
El se encogió de hombros.
—No tengo ganas de hablar de eso justo ahora. – le abrió la puerta del auto y después dio la vuelta y se sentó al volante, pero no arrancó.
—Pero estás enojado. – insistió ella levantando una ceja.
—Vos también estarías enojada, Paula. – tensó las mandíbulas. —¿Viste como te miraba? – negó con la cabeza. —No vamos a volver a pisar ese consultorio. Tenés que buscarte otro obstetra.
—¿Me estás diciendo en serio? – preguntó desconcertada.
Y suspiró, sabiendo la que se le venía. Seguramente empezaba a discutir y a gritarle. Se enojaría y estaría horas sin hablarle después. Ahora seguramente tendría la boca fruncida y los ojos muy abiertos e inyectados en sangre.
Pero no.
La miró y ella seguía esperando una respuesta.
—Amor, sos hermosa. – dijo aprovechando la inesperada calma. —Y estoy acostumbrado a que otros hombres te miren… a la distancia. – cada vez que se ponía celoso se sentía un tonto. —Pero este idiota es tu obstetra.
Silencio. Ok, seguiría hablando.
—Y te miraba mucho… – si, muy tonto.
—Me tiene que mirar para atenderme. – dijo ella tranquila, pero pensativa.
—Y vos lo mirabas a él. – agregó entre dientes. —Te gustó… no me digas que no. Te conozco.
Ella se mordió los labios antes de contestar.
—Es atractivo… es verdad. – se encogió de hombros. Todavía estaba impresionado por su calma. —Si, me parece un hombre atractivo… pero no tenés motivos para sentirte celoso.
—Paula… – se quejó él. —Es como el actor este… que hace de cura… con Anthony Hopkins…
—¡En El Rito! – dijo ella estando de acuerdo. —Sabía que me hacía acordar a alguien.– se rió.
—No es gracioso. – ladró cada vez más molesto.
—Pedro, por Dios. – se rió de nuevo. —Entonces no vamos a poder seguir yendo a trabajar tampoco… porque Lara… la secretaria de Gabriel te mira. – lo señaló. —Y sé que te parece linda.
El abrió la boca, pero la volvió a cerrar y después de un rato dijo.
—No es lo mismo. – ya había perdido la pelea. Parecía un niño caprichoso.
—No, ya sé que no. – dijo acariciando su mano. —Pero ninguno de los dos piensa hacer nada por más atraído que se sienta por otra persona. Estamos casados y confío en vos. Eso no quiere decir que dejaste un hombre, y ya no tenés ojos. Lara es preciosa, y mientras solo la mires. – se encogió de hombros.
—Yo también confío en vos, Paula. – tenía la necesidad de decirlo. —Y vos sos mucho más linda que Lara.
—Supongo que si se sentís tan incómodo con el doctor Greene… – levantó los hombros. — Puedo buscar algún otro profesional.
No podía creerlo.
—¿En serio? – entornó los ojos.
—Si, amor. Es importante que los dos estemos conformes. – comentó convencida.
—Y vos… ¿Estás conforme? – preguntó en voz baja.
—Creo que es un buen médico. Pero no es el único. – contestó decidida.
—Y te lo recomendaron mucho. ¿No? – su voz cada vez más baja.
—Si, varias personas. Pero aun así, hay otros muy buenos.
Se quedó pensando y después de tomar aire le dijo.
—Pero él es el mejor. – estaba hablando entre dientes. Cerró los ojos y apretó los labios. —No busques otro. Nos quedamos con este…
—Pedro, no tenemos que quedarnos con él si no querés. – dijo acariciándole la mejilla.
—Mientras solo lo mires… – le contestó, repitiendo lo que ella le había dicho antes.
—Mi esposo es mucho más lindo. – se acercó a él y su mano bajó de su mejilla a su pecho y luego más abajo. —Y estoy muy, muy enamorada. – se mordió los labios y su mano siguió su descenso.
El dejó escapar el aire por la boca, acomodándose en el asiento. Cuando la mano de Paula llegó a su entrepierna, le susurró. —Y además sabe exactamente lo que me gusta, …y cómo me gusta.
—Si alguna vez se hace el vivo, lo siento en la camilla y le meto el ecógrafo… – ella lo interrumpió riendo.
—Ya sé amor. – y no pudo evitar reírse también.
Era preciosa. Sus ojos verdes brillaban de una manera nueva, especial. Estaba más linda que nunca. ¿Cómo no iba a tener montones de hombres deseándola? Pero al final del día, era él quien estaba a su lado. Y así sería para siempre.
—Un varón… vamos a tener un varón. – le dijo mirándola a los ojos.
Ella se mordió los labios y sonriendo, se volvió a emocionar.
Pasaron abrazados en el auto un rato más antes de volver a casa.
CAPITULO 126
A mediados de su cuarto mes de embarazo, tenía que ir a otra de sus visitas médicas. Por cuestiones de horario, su médica ginecóloga de siempre, no podría atenderla.
Es que Paula y Pedro estaban trabajando cada vez más, y si ella iba a tener que tomarse tiempo fuera de la empresa cerca del parto, era mejor dejar todo listo cuanto antes.
Por recomendación de la Doctora Figueroa, había terminado en la sala de espera de uno de los obstetras más famosos de Buenos Aires. El doctor Robert Greene. Bueno, que ejercía en Argentina, porque en realidad había nacido en Irlanda.
Por supuesto, se había cerciorado de que era un buen profesional. Mucha de sus conocidas que eran madres hablaban maravillas de él. De hecho, había escrito un libro sobre la gestación de la mamá primeriza y muchas de ellas lo habían comprado.
Pedro, a su lado, no estaba muy feliz con el cambio.
—Podríamos habernos arreglado con los horarios. – dijo molesto. —O vos podrías trabajar un poco menos.
Paula no le contestó, solo le clavó la mirada de manera hostil. Y debe haber sido una muy poderosa, porque lo vio encogerse un poco en la silla y dejar de discutir.
—Puedo venir sola, si tanto te molesta. – dijo al rato.
—No, no me molesta venir. – escuchó que decía algo más entre dientes.
—¿Qué es lo que te molesta entonces? – preguntó levantando los brazos. —Y por Dios no me digas que es porque querés que vayamos al médico de tu mamá, porque…
El negó con la cabeza.
—¿Entonces? – preguntó impaciente.
—¿Si o si tenía que ser un doctor? – esquivó por un momento su mirada. —¿No había ninguna doctora famosa a la que pudiéramos ir?
Su enojo se fue derritiendo, dando paso a la ternura.
¿Era por eso? Se quiso reír, pero no lo hizo porque no quería hacerlo sentir peor. ¿Cómo era posible que todavía pudiera tener alguna inseguridad?
—¿Estas celoso, amor? – preguntó en un susurro mientras le acariciaba la mejilla.
No le contestó.
—Pedro… – dio vuelta su rostro para que la mirara. —Este doctor va a ser mi obstetra… – arrugó la nariz. —El que me va a hacer las revisiones, el que me va a atender en el parto, ahí…y … ahjj – se estremeció. —No hay nada de sexy en todo esto. – le sonrió.
El sonrió apenas convencido.
—Además… debe ser un tipo viejo, gordo y casi pelado. – eso pudo con los nervios de su esposo, que ahora si, reía más tranquilo.
Entonces la secretaria los anunció.
—El doctor Greene los puede atender ahora. – señaló una puerta a su derecha y les sonrió.
Pedro le tomó la mano y golpearon la puerta dos veces.
—Adelante. – dijo un acento muy inglés del otro lado.
Abrieron la puerta y apenas lo vieron, su esposo le apretó los dedos al punto de dejárselos sin circulación.
No, no era viejo, ni gordo, ni pelado.
Era un hombre joven, de apenas treinta y pocos, morocho, con un peinado moderno hacia el costado, ojos grandes, azules y barbita en candado.
—Señor y señora Alfonso. – dijo con una sonrisa que la dejó con la boca abierta. Madre de Dios. Tenía unos dientes preciosos, y esos labios rellenos que…
—Mucho gusto. – dijo su marido mirándola con odio mientras ella se obligaba a cerrar la boca para no babear.
—Tomen asiento, por favor. – les indicó amable. —Soy el Doctor Robert Greene, pero por favor, díganme Robert.
Sonrió y sacudió apenas la mano para que su esposo le aflojara a los dedos porque ya le dolían.
—Pedro – leyó en el registro que tenía en su escritorio. —Y Paula ¿Verdad? – preguntó ahora mirándola solo a ella.
Tal vez fuera la manera en que había pronunciado su nombre o las hormonas que tenía enloquecidas, pero le dio por soltar una risita nerviosa no muy propia de ella.
Había vuelto a tener doce años.
Asintió.
—Paula Alfonso. – dijo Pedro a su lado, recordándole que era una mujer casada.
El doctor sonrió y se acomodó en su sillón.
—Paula Alfonso– repitió con su acento delicioso. —Veo en el informe que me envió la doctora Figueroa, que estás embarazada aproximadamente de cuatro meses.
—Si. Acá tengo mis análisis previos. – dijo entregándole una carpetita que llevaba.
Pedro estaba callado, pero con los ojos fulminaba al doctor Greene sin molestarse ni en disimular.
—Está bie, Paula. – le volvió a sonreír. —Emilia ya me pasó todo. – dijo refiriéndose a su doctora. —¿Estas últimas semanas tuviste alguna molestia nueva?
Pensó por un momento.
—Pensé que las nauseas se habían ido. – le comentó. —Pero algunos días vuelven.
El asintió y anotó.
—¿Suceden a un horario en particular?
—No. – ahora ya se sentía más tranquila. Como en cualquier consulta médica. —Antes solo era apenas me despertaba… pero ahora pueden ser a cualquier hora.
El se rascó la barbilla y pensativo levantó una ceja. Wow.
Tenía unas cejas muy bonitas y expresivas. ¡Basta Paula! – se regañó. Malditas hormonas.
—Bueno, vas a comer porciones pequeñas, pero más veces al día. – le aconsejó. —Lo ideal es que no estés mucho tiempo sin comer. Vas a incorporar más proteínas. – siguió anotando. —No te recuestes después de la comida. Esperá por lo menos una hora… y cuando te levantes a la mañana
hacelo de a poquito. ¿Si?
Asintió. Sabía que Pedro por más enojado que parecía estar, estaba anotando todo en su mente atento.
—Este mes también puede aparecer acidez estomacal… es normal. – sonrió. —Nada de comidas demasiado picantes.
—Ok. ¿Me puede anotar todo así no me olvido? – preguntó.
—Claro, estoy anotando para que te lleves. – le mostró una hoja en la que estaba escribiendo y le dedico una media sonrisa letal. —Y por favor, tuteame.
No podía verlo, pero sabía, simplemente sabía que su marido estaba echando humo por las orejas.
—¿Y qué es bueno para el estreñimiento? – preguntó Pedro haciéndose el interesado. Si ella tenía doce, él tenía diez.
—Yo no…– se apuró en decir, pero se calló para no parecer dos idiotas. Sonrió hacia el doctor y esperó su respuesta después de dedicarle a su marido una mirada envenenada.
—Una dieta rica en fibras y mucho líquido puede ayudar. – sonrió paciente. —Es totalmente normal.
¡No estaba constipada!
Esperó por si tenían más preguntas, y entonces le indicó.
—Empecemos con la revisión. – se paró y la acompañó al consultorio del lado. —Sacate la ropa y ponete la bata que está colgada ahí. – Si, señor…pensó.
¡Paula! Tenía que dejar de pensar estas cosas.
—Te espero en la camilla.
Se fue dejándola sola, no sin antes, guiñarle un ojo. Y esto no había sido imaginación producto de sus hormonas descontroladas. Le había chocado un poco… Ok, muy lindo el doctor… y un poquito atrevido, pensó frunciendo el ceño mientras se cambiaba.
Una vez recostada en la silla de consulta, miró a Pedro para que se sentara a su lado, pero el doctor le indicó la que estaba en frente, porque él se sentaría ahí.
—Primero voy a hacer una revisión rápida y después la ecografía. ¿Si? – ella asintió. —Apoyá los pies en los estribos. – recién cuando se le acercó pudo ver que su barba… no era del mismo color que el cabello de su cabeza… no. No era morocho. Era casi rojizo. ¿Le había dicho algo?
Oh, si. Los pies, eso.
Se acomodó y resistió algo incomoda la inspección. Su esposo, no la miraba en absoluto. Estaba sentado a su lado, cruzado de brazos mientras veía trabajar al doctor con los brazos cruzados sobre su pecho.
Puso los ojos en blanco.
Al terminar, el doctor Greene empezó a preparar el ecógrafo y se volvió a sentar en la silla junto a ella.
Puso gel frío en su vientre y ella se concentró en lo más importante. Iba a saber de su bebé. La última ecografía había sido muy básica, y era tan chiquitito que poco se había visto.
Todo el mundo desapareció. El doctor y sus ojazos azules le dejaron de importar. En esa pantallita estaba a punto de ver a su hijo. Al hijo de Pedro.
Sintió que la garganta se le anudaba.
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