Se despertó temprano y sin hacer ningún ruido, armó dos bolsos ligeros y los subió al auto. Lo suficiente para dos días afuera.
Se había puesto de acuerdo con su jefe para poder faltar al trabajo ese viernes, y dejar todo listo para que no se la necesitara a Paula tampoco. Esperaba que la sorpresa fuera lo suficientemente agradable para que no se enojara tanto por tomar este tipo de decisiones sin su consentimiento.
Si, era exactamente lo que necesitaban. Y si se molestaba, ya vería la manera de solucionarlo también. Sonrió.
****
Abrió los ojos ante la luz insoportable de la mañana. El sol iba a cocinarla ese día. Suspiró y miró el reloj.
—¡¿Las ocho?! – pegó un salto. —Pedro, nos quedamos dormidos.
Pero su esposo estaba tranquilo, entrando a la habitación con una bandeja de desayuno.
—No vamos a ir hoy. – dijo como si nada.
—¡¿Qué?! – se paró y corrió al guardarropas para cambiarse. Pero estaba cerrado con llave. Sin querer alterarse demasiado, se volvió despacio y le lanzó una mirada de advertencia —Pedro…
—Nos vamos de paseo, hermosa. – le sonrió de manera arrebatadora. —En la silla te dejé ropa para el camino y todo lo que necesitas, está en el auto.
Fue hasta la silla y lo miró furiosa. Un pantalón cómodo y una camiseta sin mangas. Con esto no podía presentarse en la oficina. En realidad, no podía ni ir al kiosco. Pantalón verde y camiseta coral.
Por Dios, en qué estaría pensando.
—¿Y el trabajo? – lo miró entornando los ojos.
—Ya hablé con Gabriel, es un día… – tomó sus manos y la atrajo hasta la cama. —No nos van a extrañar.
Un día. Podía hacer eso. Le vendría bien un descanso. A los dos les vendría bien.
—¿Dónde vamos? – preguntó mientras tomaba el té de hierbas al que se había acostumbrado en lugar de café.
—A relajarnos. – Pedro miró su reloj. —Salimos en una hora.
Ella asintió.
Debería haber sabido que su esposo tenía algo planeado para el fin de semana de San Valentín.
Era típico de él. Es que había estado tan ocupada, que se le había ido de la mente por completo.
Sonrió y acercándose se abrazó con fuerza a su cuello.
—Gracias, mi amor. – él sonrió también y la besó.
****
Llegaron al hotel justo a tiempo para hacer el check in. Ya había avisado cuando hizo las reservas, que podían atrasarse, ya que su esposa estaba embarazada y necesitarían más tiempo para llegar.
Quedaba cerca de Luján, a una hora de viaje. Pero les había llevado dos, porque Paula necesitaba ir al baño cada quince minutos. El bebé le apretaba la vejiga y no retenía ni un vaso de agua.
Era una especie de complejo con cabañas privadas, con una común en donde se encontraba el Spa. Rodeados de verde hacia donde se mirara, era el lugar perfecto para descansar. Lo único que se veía en el horizonte eran árboles, y más árboles. Estaban como aislados del mundo.
Pero relativamente cerca, por las dudas.
Sabía, por lo que había leído, que en el tercer trimestre del embarazo había que estar siempre listo, y preparados por cualquier emergencia que pudiera surgir. No creía que el parto fuera a adelantarse, pero tampoco iba a correr el riesgo. Una hora de viaje era lo máximo que se iba a alejar.
Miró a Paula mientras bajaban del auto y sonrió. Tenía la boca abierta.
—Pedro, este lugar es… – señaló impresionada. —increíble…
—Sabía que te iba a gustar. – se colgó los bolsos al brazo y con el otro, la sujetó por la cintura guiándola a la recepción.
****
Se imaginó que iban a ponerse a hacer todo tipo de actividades apenas estuvieran ubicados, pero no.
Pedro había programado un masaje para después de las tres de la tarde, y eso les daba tiempo para descansar y almorzar antes.
Se imaginó que estaría cansada por el viaje, y que de tanto estar sentada en el auto le iban a doler los pies. Había pensado en todo.
No hizo falta ni que dijera una palabra. Se quitaron la ropa y mientras se envolvían en los brazos del otro, se quedaron dormidos profundamente por horas.
Sin presiones, sin teléfono enloqueciéndola, lejos del calor de la ciudad. En esa habitación de hotel fresca y con todas las cortinas cerradas en medio del silencio, durmió como hacía siete meses que no hacía.
Más tarde, comieron en el jardín y descansaron frente al lago hasta que fuera hora del masaje.
Un masaje de parejas que su esposo había pagado para que los mimaran. A él le trataban la espalda, recostado boca abajo en una camilla, y ella sentada mientras le masajeaban manos y pies.
Algo que se suponía que tenía que ser relajante, y para estar en armonía, la había vuelto loca.
Tenía a Pedro ahí, en la camilla del lado, desnudo, apenas tapado por una toalla que dejaba poquísimo a la imaginación, y cubierto de aceite para aromaterapia.
Hacía un par de días, que ya sea porque ella no estaba de humor, o por lo ocupados que estaban, que no tenían sexo.
Y verlo ahí, oliendo tan bien, empezaba a subirle la temperatura. Quería arrancarle los pelos a la muchacha que lo estaba toqueteando. En serio, parecía que estaba pasándosela genial mientras le acariciaba los músculos a su chico. Masaje de parejas. ¿A quién se le ocurría que podía ser algo terapéutico estar en una habitación presenciando como alguien ponía las manos sobre su marido?
—Gracias, me parece que ya estamos. – dijo Pedro. —Queremos usar la pileta climatizada antes de ir al próximo tratamiento.
Las chicas que estaban con ellos, asintieron y en completo silencio los dejaron solos.
Sintió su mirada recorrerle todo el cuerpo. Estaba sentada sobre una silla reclinable, con una bata de toalla.
Se paró despacio y la tomó de las manos para ayudarla a levantarse. Llevó las manos a su cadera y la presionó contra su entrepierna.
—¿Estás muy cansada? – preguntó con la voz ronca y profunda.
Ella negó con la cabeza, incapaz de responder en voz alta.
—Vamos a la ducha,Paula. – conocía esa mirada. Era la que él siempre ponía cuando estaba al mando. Mmm…cuanto la había extrañado.
Siete meses de embarazo. Y como si eso fuera poco, en pleno verano. Se sentía tan cansada, que a veces quería llorar. Había dejado de usar sus amados y altísimos tacones, por unos… no tal altos y los tobillos, al final del día, de todas formas se le hinchaban.
Estaba molesta, la ropa le quedaba mal. Se veía fea. Y como si eso no fuera ya suficiente para ahuyentar a la gente que la rodeaba, estaba insoportable.
Su ansiedad por terminar de dejar todo listo en los dos meses que le quedaban antes del parto, estaba haciéndole la vida imposible a todos.
Gabriel estaba al borde del colapso. Por lo general se tomaba sus vacaciones en enero, pero este año no había podido justamente para ayudarla.
Pedro, había colaborado con todo lo que podía, y en casa estaba hecho un amor. La mimaba y la cuidaba en cada paso que daba. Tanto que por ahí se sentía un poco culpable de lo cansado que se veía.
Este tenía que ser el verano más caluroso en diez años. El aire acondicionado estaba encendido, pero aun así se deshidrataba. Necesitaba descansar.
Pero no lo admitiría. En el instante en que ella dijera una palabra, la obligarían a tomarse la licencia. Y todavía no estaba lista. No, señor. Todavía no.
Una vez que se la tomara, quien sabe cuando iba a poder volver.
¿Cómo se las arreglaría con un recién nacido? Por Dios.
Serían meses hasta que pudiera si quiera dejar su casa.
Sonrió y se llevó una mano a la barriga. Inmediatamente sintió como del otro lado, respondían con una pequeña patadita.
Por todo lo malo que todo lo demás parecía, estaba todo lo bueno. La conexión que había logrado con su bebito y con Pedro en los últimos meses era una de las cosas más hermosas que le habían pasado.
Su esposo estaba totalmente enamorado de su panza. Le hablaba, la besaba, la mimaba, y a ella se le caía la baba.
Las noches que llegaba a casa y no se desmayaba después del baño, se pasaban horas acostados charlando, imaginando como sería, las cosas que harían los tres juntos y lo felices que serían.
¿Quién hubiera dicho que iba a tener una vida así de normal? Nadie. Menos ella.
Pero lo estaba logrando.
Se acarició el lugar en donde la había pateado, y lo volvió a sentir. Tal vez debería hacer caso a los demás y tomarse unas vacaciones anticipadas.
****
Miró el reloj algo preocupado. Eran las cinco de la tarde, y Paula no paraba de trabajar desde la mañana. Era tan testaruda…
Ya ni siquiera le sacaba el tema de trabajar menos horas, o tomarse una licencia. Era en vano. Lo único que lograba era enojarla y hacer que se angustiara. No parecía querer cambiar de opinión.
Y para empeorar la situación, el doctor “Robert” le había dicho que podía trabajar hasta que ella se sintiera capaz de hacerlo. Pero claro, él no la conocía como los demás.
Obviamente iba a querer trabajar incluso durante el parto.
Estúpido doctor.
Entendía la parte en que era necesario que ella se sintiera cómoda, activa e hiciera una vida normal, pero por Dios.
Afuera hacían como cuarenta grados centígrados y estaba haciendo las mismas horas de trabajo que cualquier otro empleado.
Fuera de la oficina había intentado hacerle las cosas fáciles.
Se encargaba de cocinar, o llegado el caso, pedir comida. Hacía la limpieza, y hacía las compras. Cuando lo dejaba también le hacía algunos masajes, pero raramente sucedía.
No alcanzaba a sacarse los zapatos, que ya se quedaba
dormida.
Con todo lo complicado que estaba siendo estar a cargo de todo, no se arrepentía ni por un solo segundo. Estaba en su momento más feliz.
La panza de Paula había crecido, y se movía. Pasaban ratos enteros mirándola y era algo tan íntimo y especial, que la verdad valía la pena todo el resto.
Sabía que ella se preocupaba, y a veces se sentía algo culpable por su humor, pero a él no le importaba. Se había enamorado de todas esas facetas y con el paso de los días, se enamoraba más.
¿Cómo sería la convivencia con un bebé tan pequeño?
¿Cómo se organizarían? Sonrió imaginándose.
El sonido de su teléfono lo distrajo.
—Publicidad. – contestó en tono monótono.
—Pedro. – la voz de su mujer lo alertó. —¿Estás muy ocupado? – miró las pilas de papeles que tenía al lado.
—No, amor. Decime. – soltó el lápiz electrónico con el que estaba bocetando en la Tablet.
—¿Me podés llevar a casa?
—¿Te sentís mal? ¿Querés que llame al doctor Greene? – preguntó apurado mientras guardaba sus cosas así nomás.
—No, estoy bien. – escuchó que soltaba el aire. —Pero estoy muy cansada y me están matando los pies.
—Amor…
—Ya sé, ya sé. – dijo malhumorada. —Desde mañana trabajo media jornada. No me digas nada.
—Es lo mejor.
—Miles de mujeres trabajan hasta el último día. – protestó.
—Pocas con la exigencia de tu puesto. – intentó razonar. —Con tu horario, tus responsabilidades, y sobretodo, en pleno verano.
—Bah, me da lo mismo. Yo puedo hacer mi trabajo, Pedro. – lo interrumpió.
—Si que podés. Nadie dice que no puedas.
—Solamente recorto mi jornada un poco. – a esta altura se estaba hablando a si misma para quedarse tranquila con su consciencia y no a él.
—Estoy de acuerdo.
—De hecho, si mañana no hace tanto calor, puedo venir y quedarme más tiempo. – puso los ojos en blanco.
—En diez minutos paso a buscarte.
—Ok. – dijo derrotada.
Y así fue, que desde ese día, Paula trabajó hasta el mediodía.
Solo para llegar a su casa, y trabajar aun más allí.
Era imposible.
Y ahora se había propuesto preparar el hogar para la llegada de su hijo. Y eso incluía los muebles, la decoración y por supuesto cuando se cansó de ampliar su guardarropa de embarazada, pasó a crear uno nuevo con pequeña ropa de varón.
El niño tenía tres veces la cantidad de ropa que cualquiera de los dos, y la usaría con suerte un par de días antes de volver a crecer. Era una ridículo, pero lo único que la mantenía cuerda y fuera de la estresante oficina, así que no se quejaba.
Con Gabriel, pretendían convencerla de que su presencia no era tan necesaria en la empresa y que fuera dejando de a poco de ir y tomarse por fin los meses que se merecía para descansar.
Y por otro lado sus amigos y amigas se turnaban para ir a verla cuando se quedaba sola en casa, y como si fuera cosa de ellos, la ayudaban a mover los muebles para que ella no tuviera que hacerlo.
Necesitaba un descanso, y a decir verdad, él también necesitaba uno. Es por eso que había hablado su jefe para que le diera un día libre.
Se acercaba el día de los enamorados y no podía esperar para festejar con su esposa.
Quería hacer algo especial por ella…
Se subieron al auto en silencio. Todavía no reaccionaba. Se había aguantado las ganas de interceder y defender a su mujer. De verdad, tenía ganas de ahorcar a la estúpida de su ex. Pero no lo hizo. Paula sabía defenderse muy bien sola.
Y lo había hecho perfectamente.
No podía evitar, aunque fuera mezquino, recordar con cierto placer, la cara que había puesto Soledad después de que su esposa le contestara.
Arrancó dirigiéndose al centro comercial, pero ella lo frenó.
—No, no vamos a comprar nada. – miró por la ventanilla. —Llevame a casa, Pedro.
Su voz había sonado tan baja, que se alarmó. Hacía unos segundos hablaba con calma y total indiferencia, y ahora parecía triste. Hasta vulnerable. Se dio cuenta de que había sido toda una puesta en escena para Soledad. Era su mecanismo de defensa. Recordó todas las peleas que habían tenido en los primeros tiempos. En lo fría que le había parecido. Claro, hasta que sin querer, dejaba caer esas barreras y los sentimientos la traicionaban… emocionándose con una película, poniéndose celosa… huyendo del país después de que terminaran.
Era de todo menos fría. Y solo él lo sabía.
—Ey… hermosa… – le dijo tomándole la barbilla para que lo mirara.
Sus ojos estaban rojos y llenos de lágrimas. La discusión la había afectado mucho más de lo que pensaba.
—No pasa nada, vamos. – le contestó soltándose.
—Si que pasa, hablemos. – insistió. —No me gusta verte así. Tendría que haberle dicho algo más… Mi mamá me va a escuchar… esto es culpa de ella.
Paula negó con la cabeza.
—No es Soledad la que me puso así. – se mordió los labios sacudiendo la cabeza. —Ni tu mamá. Sos vos, Pedro. – lo miró molesta.
Cerró los ojos y tomó aire.
—Paula… lo que ella dijo, ya sabes como es…
—¿Por qué no me contaste que seguías hablando con ella? – le preguntó. —Que cuando vas a casa de tu mamá, ella también va.
—Fue una vez. – se defendió. —Y ella ya estaba ahí, no podía irme. – su esposa no decía nada.
Claramente con eso no había contestado a sus preguntas.
—Perdón, te tendría que haber dicho. No quería que te enojaras. Si te hace sentir un poco mejor, ese día discutí con mi vieja y le dije que si Soledad volvía a pisar esa casa cuando yo estaba, no volvía.
Ella lo miró pensativa, y después de un largo suspiro le dijo.
—No, no me hace sentir mejor. – todavía no cambiaba la cara. —Hubiera sido mejor enterarme por vos, y no por ella.
—Perdoname, hermosa. Tenés toda la razón. – le acarició la mejilla.
Era raro porque no estaba enfurecida, más bien… dolida. Mil veces peor.
Últimamente no sabía como tratar con ella. Sus cambios de humor hacían que fuera impredecible.
—¿Es cierto entonces que querían tener un bebé? – quiso saber.
—No. – se recostó más en el asiento. —Yo le puedo haber dicho, aunque no me acuerdo, que quería tener hijos en un futuro. Pero nunca la incluí en los planes. Ella era la que no quería. Odiaba a los chicos, siempre me lo dijo.
—Y la prueba de embarazo…
—Es verdad. Hubo una. – se llevó una mano a la cabeza y pasó los dedos por su cabello. —La encontré por casualidad cuando cortamos y ella viajó. Yo ya te había conocido, y me quise morir.
—¿Y qué hubieras hecho si…
—Me hubiera hecho cargo. – la miró evaluando su reacción. —Y lo hubiera querido, y cuidado… pero nunca fue buscado…
Paula bajó la mirada.
—Este bebé tampoco fue buscado.
—No es lo mismo. – se dio vuelta y tomó su rostro con cariño. —No es lo mismo, mi amor. – le repitió. —Aunque no lo buscábamos, si es algo que yo quería. Que imaginaba… con lo que soñaba.
Quiero pasar toda mi vida con vos. Enterarme que estabas embarazada, fue una de las mejores cosas que me pasaron.
Ella asintió.
—Te amo. Vos sos la mamá de mis hijos. – besó sus labios.
—Y lo sentí desde que empecé a enamorarme de vos.
—Y… ¿Qué es lo que hablaron sobre el tema cuando se vieron hace unas semanas? – preguntó secándose la lágrima que había empezado a rodar por su mejilla. Aunque ahora parecía estar llorando más por emoción que por tristeza.
—Mi mamá le contó que estabas embarazada… y el tema salió solo. – ahora que lo contaba parecía una pavada. Realmente debería haberle contado a su esposa y así se hubieran ahorrado la pelea, y sobretodo las lágrimas de ella. —Me había olvidado de ese test de embarazo. Soledad empezó a hablar y le pregunté. Las cosas ya no iban muy bien en esa época. Por un lado quería viajar por todo el mundo, por otro lado me presionaba para que nos mudáramos juntos. – solo recordarlo lo irritaba. —Resulta que si quería tener hijos, y resulta que había dejado de tomar las pastillas a propósito. Otro secreto más. Otra de sus mentiras.
Paula contuvo la respiración.
—O sea que fue pura casualidad que no quedara embarazada… – dijo asombrada. —Y cuando volvieron a estar juntos… que ella volvió de viaje…
—Yo ya estaba con vos, Paula. – le dijo tranquilo. —Aunque no éramos nada, nos acostábamos. Me cuidé siempre con Soledad. Y tampoco fueron tantas veces… – lo interrumpió.
—Ahhhlala – se tapó los oídos. —No quiero saberlo.
****
Recordaba esos días. Ella misma lo había empujado a que estuviera con Soledad otra vez.
Solo buscaba un sumiso.
O eso era lo que creía en un principio.
Pero solo imaginárselo con otra era… repulsivo.
—Desde que te conocí, no quiero estar con nadie más. – dijo sincero. —Si estuve con ella, fue porque me dolían tus desplantes,… y quería demostrarme a mi mismo algo que no era.
—Hacía todo eso porque me confundía lo mucho que me gustabas. – sonrió. —Me estaba enamorando.
La miró sorprendido y ella siguió hablando.
—Desde que me desperté en tu cama… esa vez. La primera vez. Supe que era algo diferente. – se rió. —Nunca había hecho una cosa así. Me fui corriendo de tu casa. La lógica, me decía que no podía seguir viéndote. Que tenía que quedar en una cosa de una sola noche… pero cada vez que te veía… – se mordió los labios. —Me hacías sentir tantas cosas. Me haces sentir… todavía. Cada vez más, de hecho…
No la dejó seguir hablando. Volvió a tomar su rostro y la besó con fuerza. Sus manos se aferraron a su cabello y entre suspiros, le demostró exactamente lo que ella le provocaba a él.
Las mismas mariposas que ya sentía en esos primeros días, ahora se multiplicaban por mil, y viajaban por todo su cuerpo.