viernes, 1 de mayo de 2015

CAPITULO 56





Habían pasado toda esa semana juntos en su departamento.


De a poco ella se acostumbraba a la idea de tenerlo cerca, y le gustaba. Nunca había convivido mucho tiempo con un hombre. Solo con su ex. Y había acabado bastante mal.


Con Pedro se sentía cómoda… pero no podía evitar pensar que repetiría los mismos errores de antes. Y era por eso que no quería una relación. Justamente su ex le había enseñado como gente de su tipo no podía tener relaciones. No podía estar con alguien normal. Nunca podría.


Cada vez que pensaba en eso, su corazón se venía abajo.


Se había quedado con la mirada perdida pensando, mientras se servía una copa de vino blanco escuchando como Pedro hablaba por teléfono en la sala y reía.


Después de un rato, sintió que la abrazaba por la espalda y la besaba en el cuello delicadamente.


—Hola, bonita. – susurró en su oído, y ella sonrió cerrando los ojos.


Le encantaba que le dijera así.


—Hola. – contestó dándose vuelta y alcanzándole una copa.


—Era Gabriela, tu amiga. – le contó sin que le preguntara. —Me invita a su casamiento el domingo, porque dice que mis amigos van a ir…y creyó que a vos te iba a gustar la idea…


Ella levantó las cejas sorprendida, y él debió percibirlo porque se apuró a aclarar.


—Yo no le contesté nada todavía. – su sonrisa iba decayendo… era tan transparente. Se le notaba cada una de sus emociones. —Le dije que primero tenía que hablarlo con vos.


Ella sonrió enternecida y emocionada. Era considerado además.


Imposible no estar como estaba. Todo el día pensando en él. 


La cautivaba.



—Me gustaría que vayamos juntos. – asintió tranquila, observando como él sonreía. —Si Gabriela no te invitaba, lo mismo te iba a llevar. – se rió relajándolos.


El la besó abrazándola, y la arrinconó contra la pared de la sala.


—¿Te puedo invitar a comer? – le preguntó.


—¿Y si alguien nos ve? – dijo preocupada. —No quiero que nadie de la empresa sepa.


—No creo que nos vea nadie de la empresa donde tengo pensado ir. – le contestó misterioso.


La había llevado en auto sin decirle ni darle ninguna pista de donde iban. La ponía histérica no saber, no poder controlar la situación, a tal punto de sentirse enferma.


Si ni siquiera había sabido que vestir.


Se había decidido por un vestido de punto, con una chaqueta de cuero con apliques de tachas en los hombros. 


Estaría algo elegante, pero no demasiado. Y si se quitaba la chaqueta, el atuendo se volvía un poquito más sofisticado.


Lo miró a él y frunció el ceño.


Unos Levi's, camisa de jean y remera informal.


Hizo una maniobra para estacionar, y apagó el auto.


—¿Vamos? – le preguntó.


—¿Seguimos a pie? – quiso saber.


El primero sonrió, pero sin aguantarse soltó una carcajada.


—Ya llegamos, bonita. – señaló a su derecha.


Un establecimiento lleno de luces y colores estridentes atestado de gente y olor a fritura.


—¿Un Burger? ¿En serio? – chilló espantada.


El asintió y se bajó para abrirle la puerta.


—¿Cuántos años tenés, Pedro? – preguntó entre risas, todavía dudando si entrar o no.


—Física 27…mental, no sé. – reconoció riendo.


Sin poder contenerse, se acercó y tomándolo del rostro lo besó.


Era la primera vez que lo hacían en plena calle a la vista de otras personas. Y la adrenalina del momento lo puso todo más interesante. El la agarró fuertemente de la cintura y respiró con fuerza totalmente afectado.


Le recorrió la nuca con la punta de sus dedos y sujetando su cabello entre los dedos inclinó más la cabeza para besarlo mejor.


La mano que tenía en la cintura se apretó en un puño, tironeándole la tela del vestido, mientras la atraía a su cuerpo. Su respiración era superficial y trabajosa. Sintió su erección rozándose en ella y suspiró pegándose a él.


Se separó para mirarla.


—Mmm… o paramos acá o compramos para llevar y lo comemos en la cama. – aclaró para evitarle un infarto. —En mi cama.


Ella se rió.


—Comamos acá. Nunca comí en uno de estos… locales. – miró curiosa su interior.


—¿Cuándo eras más chica tampoco? – preguntó sin poder creerlo.


—Siempre comí muy sano. Me educaron así. En casa no se
permitía, y me acostumbre. – podía ver en sus ojos que se sentía triste por ella y sonrió. —No hagas esa cara… Yo tampoco quise... Hasta ahora, claro.


—¿Segura? Podemos ir a donde quieras.


—Necesito tachar esto de la lista. – dijo sonriendo.


El negó con la cabeza, y tomándola de la mano la llevó adentro.


Buscó una mesa y antes de irse le dijo.


—Nadie va a venir a tomarnos el pedido, tengo que ir hasta la caja y comprarlo. – hizo un gesto de disculpa. —¿Querés que te pida más aderezo para las papas? – ella arrugó la nariz. —Tomo eso como un “no”. – dijo riéndose mientras se iba.


En la mesa del lado había una mujer con por lo menos, cinco niños.


Estaban eufóricos con la sorpresita que les había tocado en la cajita, y no paraban de gritar.


Uno de los niños más grandes, amenazaba a su hermana con lanzarle el vaso de gaseosa por la cabeza, y esta lloraba.


La mujer no parecía darse cuenta. Estaba ocupada cuidando de la más pequeña, que estaba comiendo en sus sillita de bebé.


Cada tanto alguno de los chiquillos se paraba, y le empujaba la silla jugando, así que optó por correrla disimuladamente hacia la derecha para estar más lejos del caos.


Justo cuando se acomodó pudo escuchar un golpe de algo que caía, y líquido volcándose. Al final, el niño había cumplido su promesa y acababa de tirarle con un vaso a su hermana.


A partir de ahí fueron puros gritos, llantos y lío. La mujer lo
regañaba, pero no le daban las manos para contenerlos a todos. Los empleados del lugar corrieron a limpiar, pero era un desorden.


Nunca había visto algo así.


En ese momento llegó Pedro, con la bandeja y mirando la que se había armado le dijo.
—Ya vengo. – y dejó la comida en la mesa.


Paso seguido ayudó a la mujer a sostener a los chicos que querían salir disparados a la calle, mientras la gente del local terminaba de trapear el piso.


Uno de los hermanitos lloraba desconsolado porque se le había perdido el juguete de la sorpresita, y aunque la cajera le había prometido regalarle uno nuevo, él quería el suyo.


Buscó en el piso con la mirada y lo encontró cerca de su pie. 


Una especie de dragón amarillo con rueditas. No entendía. Tanto lío por este pedazo de plástico espantoso.


Lo levantó y con timidez se acercó al pequeño alcanzándoselo.


—¿Es este? – dijo inclinándose para estar a su altura.


El la miraba con la cara bañada en lágrimas, sollozando histérico y casi sin aliento.


—Si. – se limpió la nariz con el puño de su remera.


—¿Cómo se dice, Santino? – lo regañó su mamá.


—Gracias. – dijo todavía hipando.


Ella le sonrió con ternura y le susurró un “de nada” para que solo él lo escuchara.


—Mil disculpas. – dijo mortificada la mujer. —No son todos míos. Estos dos son de mi cuñada. – agregó mientras recibía la bebita que Pedro tenía en brazos berreando. —Nunca más salgo sola con ellos.


Todos se rieron y volvieron a sentarse en sus lugares.


Cuando estuvieron solos, Pedro le dijo.
—Perdón. Me parece que no era una buena idea venir acá un viernes. – ella le sonrió y para olvidarlo todo, cambió de tema.


—Vamos a ver que tal está esto. – señaló su hamburguesa.
La tomó con el pulgar e índice de cada mano y le dio un bocado.


Pedro la miraba expectante y eso la hizo reír. Levantó un pulgar en señal de que le había gustado, y el sonrió.


—Sabía que te iba a gustar. – dijo bajando los hombros como relajándose de repente.


Ella asintió. Los sabores se mezclaban en su boca de manera agradable. Y aunque podía sentir como sus arterias se iban tapando de grasa, tuvo que reconocer que valía la pena.


Pedro había tomado un paquete de aderezo y tras derramarlo en la caja de su hamburguesa, untó una papa y la comió.


—¿Para eso era el aderezo? – le preguntó. El solo asintió porque tenía la boca llena. —Es como un dip… – dijo pensativa.


El se quedó quieto y después se rió. Tan fuerte que tuvo que tomar de su gaseosa para no ahogarse.


—Es una salsa que se usa para acompañar los mariscos. – se explicó. —O los nachos en la comida mexicana…


—Sé lo que es… – puso los ojos en blanco. —Pero nunca le había puesto nombre a esto.


—¿Ah no? – le sonrió. —¿Y cómo le decís?


—Papas con kétchup. – se encogió de hombros.


Ella asintió y lo miró curiosa.


—¿Puedo probar? – él la miró y con una media sonrisa pícara, tomó una papa, se la preparó y despacio se la acercó a su boca.


—Sin miedo. – la alentó.


Rió un poco al ver su gesto y luego se la comió. Vio que la miraba divertido. Tal vez esperando que escupiera del asco, pero no. Le había encantado.


¿Por qué no se le había ocurrido antes? La papa salada con ese condimento casi dulce…mmm…


—Está riquísimo. – dijo tomando una de sus papas y pasándola por la caja de Leo que se rió.


—¿Otra cosa más para tachar de la lista? – le preguntó.


—Definitivamente. – contestó con la boca llena.


—¿Se puede saber que más hay en esa lista?


Lo miró pensativa y enumeró.


—Teñirme pelirroja, hacerme un tatuaje, aprender lenguaje de señas, sacarme fotos desnuda, tener un hijo y navegar en el Sena en pleno atardecer. – y sonrió. El la miraba con ojos dulces y soñadores sin decir nada. Sintió como le subía calor desde el cuello hasta su rostro. Basta, dejá de mirarme así – pensó y bajó la vista escapando de esos letales ojos celestes.


El se aclaró la garganta y notándola incómoda le hizo un
comentario.


—Tengo una cámara muy buena, por si querés ir tachando otro ítem. – eso los hizo reír y distender apenas el clima.


—Puede ser… – le dijo levantando una ceja. —¿Vos tenés una lista?


Pensó un momento y contestó.


—Nunca hice listas… pero sé que cosas quiero. – le sonrió y a ella se le puso la piel de gallina. —Me quería recibir, encontrar un trabajo… viajar un poco, aprender más idiomas. – hizo una pausa dudando. —Me quiero casar, tener hijos… en fin. – le restó importancia encogiéndose de hombros.


Ella asintió lentamente.


Ya habían terminado de comer, y habían compartido un helado lleno de galletitas de chocolate como postre. Pesaba dos toneladas. Esa semana tendría que salir a correr todos los días. Pero había sido delicioso, y la había pasado… genial.


El sujetó su mano y le dijo.


—¿Vamos? – asintió siguiéndolo a la salida, luego al auto y de ahí de vuelta a su departamento.






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