Ella entró en ropa interior y tacones.
Su respiración se agitó inmediatamente.
Sin decirle nada, tomó sus manos por la espalda y las ató.
Luego mirándolo sonrió. Puso uno de sus tacones en su pecho y lo obligó a inclinarse hacia atrás.
—¿Te acordás lo que tenés que hacer? – dudó por un segundo, pensando a que se refería. Pero después se miró el pie y lo miró a él.
—Si, señora. – contestó mirando fijo el zapato. Lo tenía que besar.
Esta vez eran negros de terciopelo con suela roja y un tacón tan fino y largo que se tuvo que preguntar como hacía para no caerse con eso puesto.
—Muy bien, Pedro. – sonrió.
El agachó la cabeza para rozarlo con los labios, pero ella bajó el pie. Se agachó un poco más y ella lo volvió a bajar.
La miró confundido.
Ella lo miraba fijo de manera desafiante. Un estremecimiento le recorrió la columna. Sus ojos eran fríos y despiadados.
Como reflejo miró el suelo donde ella había apoyado el tacón y lo quiso besar.
Pero lo seguía moviendo. El la perseguía estirando la cabeza para poder alcanzarlo con su boca, pero ella caminaba hacia atrás. No podía usar sus manos, y el equilibrio empezaba a fallarle.
Se arrastró arrodillado en búsqueda de besarla, pero cuando le parecía que iba a llegar, ella le sacaba el pie.
—Vas a tener que ser más rápido. – dijo con una mano en su cintura.
El tensó la mandíbula empezando a molestarse. Se concentró en atraparle el zapato antes de que lo quitara de un solo movimiento, y ella sonriendo lo sacó de forma brusca haciéndolo caer hacia delante con el pecho al piso.
El golpe no fue tan duro como su risa. La vergüenza lo paralizó y apretó los dientes.
Caminó dándole la vuelta y le apoyó el taco en la espalda
hundiéndoselo.
—Mal. Muy mal. – lo regañó.
Quiso incorporarse, pero era inútil. Forcejeó casi jadeando, pero sin poder ayudarse con las manos, le resultaba imposible.
—Quieto. – le ordenó.
—Si, señora. – contestó furioso.
Recorrió su espalda con su tacón, como trazando líneas hacia la cadera. Notó que había empezado muy suavemente, pero ahora le dolía. Se lo estaba clavando.
Cuando no pudo más, gimió de dolor.
—¿Te duele? – dijo con voz seductora.
—Mmm... si, señora. – era un esfuerzo hablar. Le ardía.
Pero a la vez, todo su cuerpo le pedía más. De ese dolor se desprendía algo... otra sensación igual de fuerte, pero mil veces más placentera.
Ella frenó de golpe y lo pisó en la base de la cintura. Ahora no podía ni siquiera mover las manos en la espalda.
Con el otro pie empezó a rasparle los muslos. Estaba totalmente parada sobre él. Podía sentir como los huesos de sus rodillas y sus caderas se clavaban en el piso helado.
Quería gritar. Quería quejarse.
Quería salir corriendo.
Pero también quería aguantar. Para que ella se diera cuenta de que él era capaz de soportarlo.
La posición se le hacía cada vez más incómoda.
Ella se rió por lo bajo, con un sonido en la garganta que a él le había parecido un ronroneo. Le dolía la espalda, pero ahora no podía concentrarse solo en ese dolor. La necesitaba.
Fantaseaba con desatarse y tomarla ahí, en el suelo. La arrastraría por todos lados y le devoraría la boca a besos.
Sería algo rápido y violento.
Quería hacerla gritar.
Se humedeció los labios y se movió incómodo. Su entrepierna lo estaba torturando.
Ella subió con el tacón y le pisó una nalga. Todavía estaban un poco sensibles por los azotes, pero no fue eso lo que lo alarmó y lo hizo abrir los ojos de golpe.
Con la punta del taco, comenzó a trazar círculos, peligrosamente cerca de su…
Oh no.
Eso no iba a soportarlo.
—¡Stop! – dijo lo más fuerte que pudo.
Paula se bajó de él y lo desató casi al instante.
Se sentó en el suelo moviendo los hombros en círculos, porque estaba algo entumecido. Ella lo miraba cautelosa y seria.
—¿Hice algo mal? – preguntó al instante. Se suponía que tenía que usar esa palabra para parar el juego. ¿La habría usado de manera incorrecta?
—No, no. – dijo rápido.
Se agachó hasta donde estaba y sonriéndole le tomó las muñecas para masajeárselas. Estaba hermosa. Su rostro iluminado apenas por la poca luz que entraba a través de las cortinas, reflejándose en tonos rosados.
Ahora estando a su altura, tan cerca de él, le parecía inofensiva, delicada… – le sonrió tímidamente con los ojos muy abiertos – y parecía tan joven. Su corazón se estremeció. Esa dualidad que mostraba, le secaba la boca. A esta Paula, que se mostraba tan frágil, tan inocente, le daba
ganas de protegerla. De contenerla. Era confuso.
Ella notando que la miraba de manera extraña, sonrió levantando una ceja, y se acercó para besarlo. Le respondió al instante.
Si, ya no podía hacer ni decir nada que justificara lo que le estaba pasando. No era un masoquista. No era el dolor lo que disfrutaba de toda esta experiencia. Era ella.
Se había enamorado de Paula.
Se sujetó de su rostro y la besó casi como si con ese beso quisiera terminar de comprobar aquello que estaba empezando a descubrir.
Sentía sus labios moviéndose con los suyos, en sintonía, tan cálidos y suaves que lo desarmaban. Suspiró y se abrazó más a ella.
Todos esos nuevos sentimientos se arremolinaban en su pecho y en su mente, mezclándose por momentos con el inmenso deseo que sentía.
Pero para su sorpresa, eran todas sensaciones que se complementaban.
Sin poder aguantarlo más, se le abalanzó, y con un gruñido la acostó por debajo de él en el suelo. Le sacó su ropa interior de un tirón y la tocó.
Cerró los ojos con fuerza sintiendo su calor, su humedad. No
resistía.
Tal como había imaginado unos minutos antes, tomó su boca y mirándola con pasión, fue de a poco entrando en ella.
Sus ojos se habían nublado y su cuerpo se arqueaba maravillosamente contra el suyo haciéndolo enloquecer.
Se movió tan lento como pudo. Quería que ella disfrutara. No le importaba nada más.
Le tomó las manos y entrelazando los dedos la sujetó mientras iban encontrando un ritmo que de a poco los llevaría juntos a donde querían ir.
—Pedro…. – repetía ella entre leves gemidos. Le encantaba escuchar su nombre en los labios de Paula cuando estaban haciendo el amor. Era una de sus cosas favoritas.
La luz del sol se filtraba trazando líneas que los atravesaban.
Una, daba mostrando el reflejo del cabello rubio de ella y su piel blanca …era la de un ángel.
Su respiración se agitó como todo su cuerpo mientras ella se
apretaba con fuerza al encontrar su placer. Pero no le bastaba. Quería más. Mucho más.
Se dio vuelta con ella a cuestas y la sentó sobre él.
Le acarició la cintura con mimo, subiendo de a poco hasta llegar a sus pechos. Ella llevó su cabeza hacia atrás, y sin poder evitarlo comenzó a moverse enviándole oleadas de calor por todos lados.
Le rozó los pezones, disfrutando de cómo se endurecían por su toque y como toda ella reaccionaba. Se mordió los labios con tanta fuerza, que pensó que se haría daño.
La tomó por la cadera, y clavando sus manos en su piel, la movió como ambos necesitaban. Así, con ella cabalgando sobre él, con una pierna a cada lado de su cuerpo, vio como por segunda vez sus defensas caían y se entregaba por completo. Se dejaba llevar.
Gimió sonriendo, tomándolo por el pecho, por los brazos,
acariciando su cuello, su rostro, su cabello. Estaba perdida.
Y para él, semejante visión, era una descarga eléctrica que podía con su voluntad. Se dejó ir también, acompañándola por fin. Conectándose.
Mirándola. Mimándola.
La besó con mucha delicadeza y se abrazó con fuerza.
Dejando que sus latidos fueran los que tranquilizaran los de él, dejando que de a poco lo que él estaba sintiendo por ella, la envolviera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario